El adiós de la infancia

jueves, 28 de julio de 2011

-Adiós, señor Parquiss- se despidió un joven Garland.
-Nos vemos, muchacho-correspondió el señor Parquiss-. Ven a visitarnos de vez en cuando.
-Claro, señor-dijo Garland, convencido de que no volvería a pisar aquella casa de cría nunca más.

Aún así, sintió un pequeño pinchazo de tristeza al atravesar el jardín, congelado por la helada de la madrugada, y abandonar aquel lugar en el que había vivido los primeros quince años de su vida. No había hecho muchos amigos ya que la mayoría de los muchachos que llegaban a aquel lugar lo hacían por desinterés de sus padres o forzados por su situación. Así, él no podía entender cómo se sentían, ya que, aunque conocía a su madre, se había criado entre aquellos muros desde que recordaba. Y su madre... en fin, nunca era un placer verla. Por suerte solo se pasaba una o dos veces cada tres meses. Y hoy, si todo salía como esperaba, sería la última vez que la viera en mucho tiempo...

Llegó a la puerta de la entrada. Allí esperaba Hvid, su madre; la juez Ibenholt, ante una pequeña diligencia con el escudo del Imperio. Sin mirarle y haciendo anotaciones en un cuaderno, le indicó con un leve gesto de la mano que entrara en el carro. Garland agachó la cabeza, esquivando su mirada y se acomodó dentro con su petate.

Su madre entró y, por primera vez, sus miradas se cruzaron. Como siempre, Hvid escudriñaba los ojos del joven Garland, analizandolos, como si intentase intuir algo en ellos, costumbre que Garland detestaba. El carro se puso en marcha y Garland intentó romper el silencio como buenamente pudo.

-Veo que seguís ascendiendo en el escalafón madr... jueza Ibenholt.
-Así es, muchacho-comentó Hvid, relajando un poco el gesto; aún así, seguía mirándole con dureza, con aquellos ojos azulados que parecían estar taladrándole el cráneo- Espero que durante tu formación militar aprendas el valor del esfuerzo y la perseverancia mediante la disciplina. Algo que resulta evidentemente necesario en tu educación-añadió con una mirada reprobatoria, con toda seguridad, lamentando el aspecto desharapado del que tenía la obligación de llamar “su hijo”.
-Y así lo haré, señora- se resignó Garland ante ella, sabiendo que cuando saliese de allí no cambiaría sus costumbres ni un ápice.


Durante el trayecto no volvieron a comentar gran cosa más. Lo único que Garland lamentó fue no poder sentarse más lejos de aquella mujer cuya aura de severidad y poder a partes iguales le oprimía la garganta como una soga. Cuando llegaron a la Academia ya a media mañana, en Tierras Grises, el alivio de Garland fue infinito. Se bajó del carro despidiéndose con un seco “adiós”.

-Espero que la próxima vez que nos veamos te hayas convertido en un hombre hecho y derecho, chico-se despidió su madre con una ligera nota de desprecio.

“Y yo espero que tú te hayas convertido en la bruja ebria de poder que aspiras ser” pensó Garland, pero no se le ocurrió mencionarlo. En la puerta de la academia había bastantes muchachos de su edad y un poco mayores haciendo cola para fichar. En tiempos de guerra no paraban de salir nuevos reclutas de academias como esta para cubrir las numerosas bajas, cortesía del eterno conflicto entre humanos y dragones. Garland agarró su petate y se puso a la cola, como uno más. En el futuro, su papel sería bien distinto del de los demás.