Santuario

viernes, 10 de diciembre de 2010

En realidad quien cuidaba la hierba y el árbol no era otro que el viejo Locke, un reservado anciano que había elegido, por sabe el Dragón qué desafortunado motivo, exiliarse allí, en los confines de las Tierras Prohibidas, mas allá del precinto de seguridad. Matoya era la única compañía de la que había gozado aquel hombre, ahora anciano, los últimos cuarenta años. Y aunque se trataban como viejos amigos, el viejo Locke mantenía la suficiente distancia con Matoya como para revelarle el motivo de su presencia allí, así como paralelamente su mente no dejaba de hacerse preguntas que le hubiera gustado formular. Principalmente, el por qué de que, en el transcurso de cuarenta años, él se había vuelto un viejo débil, calvo y arrugado, cuando Matoya el único cambio que había experimentado había sido el progresivo blanquecimiento de su pelo. Un blanquecimiento que no resultaba puro, como el de las canas que él había tenido la desgracia de perder, sino sucio, grisáceo. Él había ido presenciando su progreso con el paso de los años, aunque solo en las aisladas e inesperadas visitas de aquel misterioso y atemporal muchacho que había conocido el día en que un simple paso adelante tendría que haber sellado su destino. Por qué aquel lugar, es algo que solo el viejo, viejo Locke conoce. Matoya se limitó, a agarrarle con inesperada fuerza por un brazo y a arrojarlo contra la descuidada hierba que rodeaba aquel manzano. Una mirada furibunda, extrañamente triste, de aquel muchacho y Locke desistió. Como si un profesor le hubiera reprendido por una gamberrada, Locke decidió guardar penitencia por intentar atentar contra su propia vida. Y al ver al muchacho sentarse bajo aquel manzano y agarrar una manzana estirando el brazo concluyó que aquel lugar era importante. De ese modo empezó a cuidar el lugar donde debería de haber muerto como su propia tumba. Un lugar especial para ambos personajes, por razones mucho mas cercanas de lo que Locke creía y menos similares de lo que el lector pudiera pensar. Un lugar vedado en el fin del mundo. Un lugar al que regresar suspirando dos silabas tranquilizadoras. Un lugar al que llamar “hogar”.




Locke y Matoya se comportaban como viejos amigos. Bebian y comian juntos siempre que el segundo estaba presente. Hablaban sobre el mundo, los valores y la vida, aunque Matoya nunca mencionaba detalles sobre el día en que se conocieron en su pequeño santuario al borde del acantilado del mismo modo que Locke no preguntaba por la sospechosa longevidad de su colega. Sin embargo, en sus ausencias, Locke cuidaba de aquel santuario que había llegado a considerar tan suyo como Matoya. Este, por su parte tenia demasiadas cosas en las que pensar como para llevar una vida tan tranquila como Locke. Sin embargo, cuando volvía a pasar unos días después de uno de sus viajes (que nunca se prolongaban menos de cuatro años, llegando a la alarmante cifra de diez) siempre llevaba en su maltratado petate algún recuerdo absurdo para Locke, no un souvenir, sino más bien restos de su paso por el mundo, como una hoja mellada o una fragmento de alguna baldosa procedente de algún templo lejano. Mas de una vez Matoya intento hacer desistir a Locke de aquella vida tan sumida en la monotonía de la tranquilidad, aunque realmente Matoya lo envidiaba como nadie. Pues Matoya lo unico que buscaba era algo sobre su propia identidad mas allá de un nombre o un numero, unos recuerdos. Recuerdos de su vida, su infancia, sus padres, todo… y no solo un nombre y un cinco en la palma de la mano. Pero sobre todo, quería hallar las respuestas a su extraña y aparente longevidad y sobre todo, a por qué aquel lugar, tan alejado del mundo, de la civilización, aquel lugar en los confines de unas tierras abandonadas por todos y tachadas de prohibidas hace tantos años, era tan sumamente importante. Tanto como para no respirar con calma hasta volver allí y comerse una manzana mientras el sol se hunde en su propio resplandor.

Locke estaba muerto.

Se sentó en la base del tronco. Aquella sombra por alguna razón le despejaba la mente y sus sentidos, ahora embotados en un remolino de confusión. Arrojó el arma a un lado, como si no le importara rayar la funda. Efectivamente, no le importaba lo más mínimo. Alzo la vista al panorama que seducía a sus ojos. Magnifico. Allí, sobre los acantilados, la vista era perfecta. Aquel prado de tupida hierba, aquel viejo manzano sobre el que se apoyaba, la vista del sol hundiéndose en un resplandor rojizo que teñía el horizonte, las nubes de la reciente lluvia… Una lágrima rodó por la mejilla de Matoya. Es posible que otras personas no lo percibieran como él; sin embargo él y Locke habían hecho de aquel pequeño terreno su pedazo de cielo personal. Ahora, un pedazo un poco más pequeño.



Aquella noche el pasado volvió.

1 burradas:

Lucky Clown dijo...

Me gusta!
el hecho de que alguien tan extraordinario como Matoya, tan misterioso, vuelva siempre al mismo sitio y lo considere su hogar le da humanismo al personaje.

Mas te vale seguir subiendo de esto XD